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El traspaso de las deportaciones masivas de Biden a Trump y el floreciente complejo industrial fronterizo

 Voces del Mundo Artículos  4 de febrero de 2025 12 minutos

Todd Miller, TomDispatch.com4 febrero 2025

Traducido del inglés por Sinfo Fernández


Todd Miller, colaborador habitual de TomDispatch, ha escrito sobre cuestiones fronterizas y de inmigración para el New York Times, Al Jazeera America y el Informe sobre las Américas de la NACLA. Escribe un post semanal para Border Chronicle. Su último libro es Build Bridges, Not Walls: A journey to a World Withouth Borders. Puede seguírsele en X: @memomiller, y conocer más de su obra en: toddmillerwriter.com.

El sector de las fronteras y la inmigración no ha tardado en reaccionar a la reelección de Donald Trump. El 6 de noviembre, como informó Bloomberg News, los precios de las acciones se dispararon para dos compañías de prisiones privadas, GEO Group y CoreCivic. «Esperamos que la administración entrante de Trump adopte un enfoque mucho más agresivo con respecto a la seguridad fronteriza, así como a la aplicación de la ley en el interior», explicó el presidente ejecutivo de GEO Group, George Zoley, «y que solicite financiación adicional al Congreso para lograr estos objetivos». En otras palabras, la «mayor operación de deportación masiva de la historia de Estados Unidos» va a ser una máquina de hacer dinero.

Resulta que ese artículo de Bloomberg era una rareza, ya que ofrecía una visión de la aplicación de las leyes de inmigración que normalmente no recibe la atención que merece al centrarse en el complejo industrial fronterizo. El tono del artículo, sin embargo, sugería que habrá una ruptura brusca entre las políticas fronterizas de Donald Trump y Joe Biden. Su suposición esencial: que Biden adoraba las fronteras abiertas, mientras que Trump, el demagogo, va camino de ejecutar una rentable restricción de las mismas.

En un artículo reciente, «The Progressive Case against Immigration» («El caso progresista contra la inmigración»), el periodista Lee Fang caricaturizaba precisamente ese espectro, que va desde la gente con carteles en el jardín de «Refugees Welcome» («Bienvenidos refugiados») hasta los partidarios acérrimos de la deportación masiva. Afirmó que los demócratas deberían apoyar la aplicación de las leyes fronterizas y «defender la seguridad fronteriza y una menor tolerancia hacia los inmigrantes que infringen las normas». Esto, sugirió, permitiría al partido «reconectar con sus raíces obreras». El de Fang fue uno de los muchos artículos posteriores a las elecciones en los que se planteaban cuestiones similares, a saber, que la postura de los demócratas sobre la libre circulación a través de la frontera les costó las elecciones.

Pero ¿y si el gobierno de Biden, en lugar de oponerse a la deportación masiva, hubiera ayudado proactivamente a construir su propia infraestructura? ¿Y si, en realidad, no hubiera dos visiones de la seguridad fronteriza claramente opuestas y enfrentadas, sino dos versiones aliadas de la misma? ¿Y si empezáramos a prestar atención a los presupuestos en los que se gasta el dinero en el complejo fronterizo-industrial, que cuentan una historia bastante diferente de la que hemos llegado a anticipar?

De hecho, durante los cuatro años de mandato del presidente Biden, éste concedió 40 contratos por valor de más de 2.000 millones de dólares al mismo GEO Group (y sus empresas asociadas) cuyas acciones se dispararon con la elección de Trump. En virtud de esos contratos, la empresa debía mantener y ampliar el sistema de detención de inmigrantes de Estados Unidos, al tiempo que proporcionaba tobilleras para controlar a las personas en arresto domiciliario.

Y eso, de hecho, no ofrece más que un atisbo del mandato de Biden como -¡sí! – el mayor contratista (hasta ahora) para la aplicación de la ley de fronteras e inmigración en la historia de Estados Unidos. Durante sus cuatro años en el cargo, la administración de Biden emitió y administró 21.713 contratos de aplicación de la ley fronteriza por valor de 32.300 millones de dólares, mucho más que cualquier presidente anterior, incluido su predecesor Donald Trump, que había gastado apenas -y esto, por supuesto, es una broma- 20.900 millones de dólares de 2017 a 2020 en el mismo asunto.

En otras palabras, Biden dejó el cargo como el rey de los contratos fronterizos, lo que no debería resultar una sorpresa, ya que recibió tres veces más contribuciones de campaña que Trump de las principales empresas de la industria fronteriza durante la campaña electoral de 2020. Y además de esas contribuciones, las empresas de ese complejo ejercen el poder presionando para conseguir presupuestos fronterizos cada vez mayores, al tiempo que mantienen perennes puertas giratorias públicas/privadas.

En otras palabras, Joe Biden ayudó a construir el arsenal fronterizo y de deportación de Trump. El principal contrato de su administración, por valor de 1.200 millones de dólares, fue para Deployed Resources, una empresa con sede en Rome, Nueva York. Está construyendo centros de procesamiento y detención en las zonas fronterizas de California a Texas. Estos incluyen «instalaciones blandas», o campos de detención en tiendas de campaña, donde los extranjeros no autorizados podrían ser encarcelados cuando Trump lleve a cabo sus prometidas redadas.

La segunda empresa en la lista, con un contrato de más de 800 millones de dólares (emitido bajo Trump en 2018, pero mantenido en los años de Biden), fue Classic Air Charter, un conjunto que facilita vuelos de deportación para el ICE Airviolador de los derechos humanos. Ahora que Trump ha declarado la emergencia nacional en la frontera y ha pedido el despliegue militar para establecer, como él dice, «el control operativo de la frontera», su gente descubrirá que ya hay muchas herramientas en su proverbial caja de aplicación de la ley. Lejos de un corte y un cambio bruscos, la actual transición de poder será sin duda más bien un traspaso, y para ponerlo en contexto, basta con observar que esta carrera de relevos bipartidista en la frontera lleva décadas produciéndose.

El consenso bipartidista en la frontera

A principios de 2024, estaba esperando en un coche en el puerto de entrada DeConcini en Nogales, Arizona, cuando un anodino autobús blanco se detuvo en el carril de al lado. Estábamos al principio del cuarto año de la presidencia de Biden. Aunque había llegado al cargo prometiendo políticas fronterizas más humanas, el aparato de control no había cambiado mucho, si es que había cambiado algo. A ambos lados de ese puerto de entrada había muros fronterizos de seis metros de altura, de color óxido, hechos de bolardos y cubiertos de alambre de espino enrollado, que se extendían hasta el horizonte en ambas direcciones, unos 700 kilómetros en total a lo largo de la frontera entre Estados Unidos y México.

En Nogales, el muro en sí fue un esfuerzo claramente bipartidista, construido durante las administraciones de Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama. Aquí, el legado de Trump fue añadir concertinas que, en 2021, el alcalde de la ciudad suplicó a Biden que retirara (en vano).

También había sólidos puestos de vigilancia a lo largo de la frontera, cortesía de un contrato con el monolito militar General Dynamics. En ellos, las cámaras miraban por encima del muro fronterizo hacia México como docenas de mirones. Agentes de la Patrulla Fronteriza en camiones de rayas verdes también estaban estacionados en varios puntos a lo largo del muro, mirando constantemente a México. Y, atención, esto representaba sólo la primera capa de una infraestructura de vigilancia que se extendía hasta 160 kilómetros en el interior de Estados Unidos e incluía aún más torres con sofisticados sistemas de cámaras (como las 50 torres fijas integradas en el sur de Arizona construidas por la empresa israelí Elbit Systems), sensores de movimiento subterráneos, puestos de control de inmigración con lectores de matrículas y, a veces, incluso cámaras de reconocimiento facial. Y no hay que olvidar los sobrevuelos regulares de inspección con drones, helicópteros y aviones de ala fija.

Los centros de mando y control, que siguen la alimentación de ese muro fronterizo digital, virtual y expansivo en una sala llena de monitores, daban a la escena el apropiado aire de película bélica de Hollywood, que hace que la retórica de la «invasión» de Trump parezca casi real.

Desde mi coche al ralentí, vi a varias familias desaliñadas bajar de ese autobús. Claramente desorientadas, se alinearon frente a una gran verja de acero con gruesos barrotes, donde esperaban dos funcionarios mexicanos uniformados de azul. Los niños parecían especialmente asustados. Una pequeña, de unos tres años, saltó a los brazos de su madre y la abrazó con fuerza. La escena era conmovedora. Por el mero hecho de estar allí en ese momento, fui testigo de una de las muchas deportaciones que se producirían ese día. Esas familias formaban parte de los más de cuatro millones de deportados y expulsados durante los años de Biden, una expulsión masiva de la que en gran medida no se ha hablado.

Aproximadamente un año después, el 20 de enero, Donald Trump estaba en el edificio del Capitolio de Estados Unidos dando su discurso de investidura y asegurando en aquella abarrotada sala llena de funcionarios, políticos y multimillonarios que tenía un «mandato» y que se había acabado «el declive de Estados Unidos». Recibió una gran ovación por decir que «declararía una emergencia nacional en nuestra frontera sur» y añadió: «Se detendrá toda entrada ilegal. Y comenzaremos el proceso de enviar a millones y millones de extranjeros criminales de vuelta a los lugares de donde vinieron». Insistió en que «repelerá la desastrosa invasión de nuestro país».

Implícito, como en 2016 cuando declaró que iba a construir un muro fronterizo que ya existía, estaba que Trump se haría cargo de una supuesta «frontera abierta» y finalmente se ocuparía de ella. Por supuesto, no daba crédito a la enorme infraestructura fronteriza que heredaba.

De vuelta en Nogales, un año antes, vi a los funcionarios mexicanos abrir ese pesado portón y terminar formalmente el proceso de deportación de esas familias. Ya estaba rodeado por décadas de infraestructura, parte de más de 400.000 millones de dólares de inversión desde 1994, cuando comenzó la disuasión fronteriza bajo la Operación Gatekeeper de la Patrulla Fronteriza. En esos 30 años se había producido la mayor expansión del aparato fronterizo y de inmigración que Estados Unidos había experimentado jamás.

El presupuesto fronterizo, de 1.500 millones de dólares en 1994 con cargo al Servicio de Inmigración y Naturalización, ha aumentado progresivamente cada año desde entonces. Se disparó tras el 11-S con la creación de la Oficina de Aduanas y Protección de Fronteras (CBP, por sus siglas en inglés) y el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), cuyo presupuesto conjunto superó por primera vez los 30.000 millones de dólares en 2024. No sólo los contratos de la administración Biden fueron mayores que los de sus predecesores, sino que también creció su poder presupuestario. El presupuesto de 2024 era más de 5.000 millones de dólares superior al de 2020, el último año del primer mandato de Trump. Desde 2008, ICE y CBP han emitido 118.457 contratos, o unos 14 al día.

Mientras observaba a esa familia regresar a México en actitud sombría, con la niña aún abrazada a su madre, me acordé una vez más de lo absurda que ha sido la narrativa de la apertura de fronteras. En realidad, Donald Trump hereda la frontera más fortificada de la historia de Estados Unidos, cada vez más gestionada por empresas privadas, y está a punto de utilizar todo el poder a su disposición para hacerla aún más fortificada.

«¿Va a ser como Obama?»

La barca azul del pescador Gerardo Delgado se balancea mientras hablamos en un lago que se está secando, posiblemente moribundo, en el centro de Chihuahua, México. Me enseña su escasa captura de ese día en un único recipiente de plástico naranja. Gastó mucho más dinero en gasolina de lo que esos peces le harían ganar en el mercado.

«¿Estás perdiendo dinero? le pregunto.

«Todos los días», responde.

No siempre fue así. Señala su comunidad, El Toro, que ahora está en una colina con vistas al lago, pero esa colina no tenía que estar ahí. Antaño, El Toro estaba a orillas del lago. Ahora, el lago ha retrocedido tanto que la orilla está notablemente alejada.

Dos años antes, me contó Delgado, su pueblo se quedó sin agua y sus hermanas, presenciando el comienzo de lo que iba a ser una catástrofe total, se marcharon a Estados Unidos. Ahora, más de la mitad de las familias de El Toro se han marchado también.

Otro pescador, Alonso Montañés, me dice que están presenciando un «ecocidio». Mientras recorremos el lago, se puede ver hasta qué punto ha retrocedido el agua. Hace meses que no llueve, ni siquiera durante la temporada de lluvias de verano. Y no se prevé que vuelva a llover hasta julio o agosto, si es que vuelve a hacerlo.

En la orilla, los agricultores están en crisis y me doy cuenta de que estoy en medio de un desastre climático, un momento en el que -para mí- el cambio climático pasó de ser algo abstracto y futurista a algo crudo, real y actual. Hacía décadas que no se producía una megasequía de esta intensidad. Mientras estoy allí, el sol sigue quemando, abrasadoramente, y hace mucho más calor del que debería hacer en diciembre.

El lago es también un embalse del que los agricultores recibirían normalmente el agua de riego. Pregunté a todos los agricultores que conocí qué iban a hacer. Sus respuestas, aunque diferentes, estaban teñidas de miedo. Muchos se planteaban claramente emigrar al norte.

«Pero ¿qué pasa con Trump?», preguntó un agricultor llamado Miguel bajo las pacanas que se estaban secando en el huerto donde trabajaba. En la toma de posesión, Trump dijo: «Como comandante en jefe no tengo otra opción que proteger a nuestro país de amenazas e invasiones, y eso es exactamente lo que voy a hacer. Vamos a hacerlo a un nivel que nadie ha visto antes».

Lo que me vino a la mente cuando vi esa inauguración fue una evaluación climática del Pentágono de 2003 en la que los autores afirmaban que Estados Unidos tendría que construir «fortalezas defensivas» para detener a los «migrantes no deseados y hambrientos» de toda América Latina y el Caribe. El Pentágono comienza a planificar los futuros campos de batalla con 25 años de antelación y ahora sus evaluaciones incluyen invariablemente los peores escenarios para el cambio climático (aunque Donald Trump no admita que el fenómeno existe). Una evaluación ajena al Pentágono afirma que la falta de agua en lugares como Chihuahua, en el norte de México, es un potencial «multiplicador de amenazas.» La amenaza para Estados Unidos, sin embargo, no es la sequía, sino lo que la gente hará a causa de ella.

«¿Va a ser como Obama?». preguntó Miguel sobre Trump. Efectivamente, Barack Obama era presidente cuando Miguel estaba en Estados Unidos, trabajando en la agricultura en el norte de Nuevo México. Aunque no fue deportado, recuerda haber vivido con el temor de que la máquina de deportaciones aumentara bajo el mandato del 44º presidente. Mientras escuchaba a Miguel hablar sobre la sequía y la frontera, aquella evaluación del Pentágono de 2003 me pareció mucho menos hiperbólica y mucho más profética.

Ahora, según las previsiones del mercado nacional y de control de fronteras, el cambio climático es un factor que estimula el rápido crecimiento de la industria. Al fin y al cabo, las proyecciones futuras de personas en movimiento, gracias a un planeta cada vez más recalentado, son bastante astronómicas, y el mercado de la seguridad nacional, sea quien sea el presidente, está a punto de alcanzar casi un billón de dólares en la década de 2030.

Ahora es un secreto a voces que las peroratas de Trump sobre la invasión y la deportación, así como sus planes de trasladar a miles de militares estadounidenses a la frontera, no sólo han demostrado ser populares entre su amplio electorado, sino también entre las empresas privadas de prisiones como GEO Group y otras que construyen la infraestructura de pesadilla presente y futura para un mundo de deportación. Y no resultaron menos populares entre los propios demócratas.

Foto de portada: Encuentro en la frontera (Peg Hunter).

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About the author

Sophia Bennett is an art historian and freelance writer with a passion for exploring the intersections between nature, symbolism, and artistic expression. With a background in Renaissance and modern art, Sophia enjoys uncovering the hidden meanings behind iconic works and sharing her insights with art lovers of all levels. When she’s not visiting museums or researching the latest trends in contemporary art, you can find her hiking in the countryside, always chasing the next rainbow.